Un director de banco que se compara con Sean Connery, el resto del mundo con Carlos Areces. Un empresario que ve a los demás como un número en el catastro, una casilla del Monopoly. Una rica heredera cuya actitud la hace parecer débil y meliflua, así nadie espera que actúe como la dama de hierro que es. Un joven abogado trepa: se dice que nunca pidas a quien pidió ni sirvas a quien sirvió; Rodolfo es un claro ejemplo. Un antidisturbios que no es un filósofo, es un ariete de metro noventa y ciento veinte kilos. Estos son los personajes a los que se tiene que enfrentar Libertad en el peor momento de su vida: todo se lo han arrebatado, pero hay que seguir adelante. Vamos a jugar a un juego.
EXTRACTO
A las seis de la mañana Luciano está en pie. Quedan dos horas para el curro, pero ese cuerpo serrano pide a gritos ser machacado. Batido con huevos, leggins horripilantemente reflectantes y a correr doce kilómetros. Es el Rocky patrio. A la vuelta abdominales, flexiones, un rato de pesas y ducha. Cremas, repaso con cuchilla del pecho (no le gusta que pinche) y un buen rato para examinar la evolución de cada músculo. Si él hubiera sido Alicia, no habría segunda parte, jamás osaría atravesar el espejo, con mirar la hercúlea imagen que le ofrece tiene bastante.
Se perfila con cuidado la barba, con escuadra y cartabón. Con precisión, un poco de espuma y navaja Thiers Issard de las de toda la vida. Omitiría la espuma, pero no puede con la piel irritada. Vuelve a mirarse al espejo tras ponerse el uniforme de la U.P.R., parece un Geyperman. Un Geyperman de metro noventa y ciento veinte kilos de puro músculo. Se adora.
Ahí termina la parte sensible de Luciano. El resto se puede definir en una palabra: bestia. Así lo llamaron de pequeño. Y no es ningún insulto, al contrario, es el apodo que luce jactancioso desde que tiene uso de razón. Se lo pusieron en casa, no tuvo que llegar al colegio para demostrar sus habilidades. Con sus hermanos, con sus padres, con el mobiliario. Cosa que tocaba, la destrozaba. De buena gana lo hubieran encerrado en la jaula de los leones pero, pobres fieras, no tienen culpa de nada. Con sólo diez años, allá por mil novecientos ochenta y siete, una imagen se le quedó clavada en la memoria: el cojo Manteca rompiendo el letrero de la estación de metro, Banco de España.
No comprendía bien las noticias aún. Es más, a día de hoy tampoco es que sepa a ciencia cierta qué pasa en el mundo. De pequeño, al menos, le daba coraje no enterarse. Jon, ese punki monópodo, le abrió los ojos a un mundo en el que la violencia era el lenguaje universal. Si el cojo no se quedaba manco a la hora de destrozar cuanto encontraba a su paso, los antidisturbios menos aún. Que le pregunten a María Luisa Prado, aún le duele la cicatriz cuando llueve.
La diferencia estaba clara: del lado del punki daría hostias como panes, cierto, pero viviría bajo un puente; del lado de los antidisturbios las daría como hogazas cortijeras y tendría un buen sueldo de funcionario. Las pocas neuronas que tenía las invirtió en opositar. Por suerte las pruebas físicas contaban bastante, así que la Bestia se puso uniforme y cumplió su sueño de vivir de lo que mejor sabía hacer: ser una bestia. En las charlas de emprendimiento siempre se les llena la boca a los coachers diciendo que si eres bueno en algo, cobra por ello. Así fue como Luciano se convirtió en una suerte de funcionario emprendedor.
Entra en la unidad de prevención y reacción, U.P.R. Asciende hasta donde puede, justo un escalafón por debajo del que ya te obliga a pensar. Tomar decisiones no va con él. No es un filósofo, es un ariete de metro noventa y ciento veinte kilos. La falta de cerebro es su principal virtud, no cansarse de dar hostias la segunda. Ya no tiene más, lo más seguro es que ni siquiera supiera contarlas.
Hoy se ha puesto guapo de más porque toca su trabajo preferido: un desahucio. Hay compañeros que lo rehúyen, temas de conciencia y demás zarandajas, pero él no. De hecho los busca. No sólo reparte a diestro y siniestro,
sino que ahora, con lo pejigueras que son en la tele por el reconcomio social, suele abrir los informativos. Papá estará orgulloso de mí, ¡salgo en la tele!
Nada más salir de la lechera la situación le defrauda. No es un piso céntrico, o en uno de esos barrios dejados de la mano de dios. Está en un polígono industrial. En la nave que tiene delante vive una familia. Ni siquiera es numerosa: un padre de sesenta y tantos tacos y su hija, una enclenque de cuarenta kilos blancuzca y sin fuerzas. Si lo sé me acerco en el vespino y acabo el trabajo en dos minutos. No están los de la PAH, no están los medios, las cámaras. No hay nadie. No se ha puesto tan guapo para no lucir palmito, así que la emprende a patadas con el viejo mientras lo baja por las escaleras.
Lo saca cogido de un brazo, hasta que se desploma apretándose el pecho con el brazo. Ya no es su trabajo, una vez fuera que se encarguen otros. La ambulancia tarda veinte minutos, los que un compañero con algo de empatía pasa tratando de reanimarlo. Nada. Un infarto se lo ha llevado por delante. No tenía edad para esos trotes. La hija se levanta del suelo con los ojos vidriosos y se acerca a él. Le llega por debajo del pecho. Mira atentamente su placa.
—Luciano Sánchez Daza, señora. Pa servirle— le contesta lo más chulesco que puede, que ya es bastante. —Y no me mire más la chapa, que me la gasta.
La joven no dice nada. Lo mira con esa cara pequeña y blancuzca, mezclando impotencia, rabia y pena. Último vistazo a la chapa, otro U.P.R. la coge del brazo y la mete en la Sprinter. Cierra de un portazo.
Aprovecha los dos días libres para ir a la sierra, el cuerpo le pide marcha. Carga la bici de montaña en el Cherokee y en dos horas está desfogando. Como buena bestia adora la naturaleza, es de lo poco humano que tiene.
Al volver a casa pide pizza y se abre una cerveza para esperar. Enciende el portátil para subir las fotos a Instagram y revisa el correo. Además de los habituales (revistas de la policía, de deportes extremos, venta de esteroides e historias similares) tiene uno cuyo remitente no acaba de identificar. Termina en libertad.log, le pica la curiosidad.
Estimado don Luciano Sánchez Daza:
Es un placer para nosotros poder contar con su experiencia en una operación que comenzará en breve. La seguridad de la misma es lo primero, y alguien como usted, estamos convencidos, sabrá gestionarla de manera óptima. No le podemos dar más detalles por este medio, nos gustaría concertar una cita para hablarlo en persona.
Si le parece bien nos veremos junto con todo el equipo en el polígono industrial Prosperidad, calle Libertadores, 45, el próximo día catorce a las nueve y media de la mañana.
Reciba un cordial saludo. L.O.G.
AUTOR
Rafa Vera (Alcalá la Real, 1976) es un jovencísimo talento literario que, mientras llega el gran momento, hace las veces de Agente de Innovación Local en telecentros pertenecientes al proyecto Aldea Digital.
Autor principalmente de relatos, quedó segundo en el certamen literario “10 Cuentos para Iluminar Talentos” de Luna Literaria (2016) y obtuvo el primer premio de “La Fénix Troyana” con otro de sus relatos en 2017. Amén de quedar finalista y aparecer en las compilaciones del “Certamen de Relatos Cursos de Verano de la UNED” en Alcalá la Real los años dos mil dieciocho y diecinueve.
Ha autopublicado, más con interés personal que comercial, dos libros de relatos bajo el título genérico de “Parrafadas”.
“Jaula” es su primera incursión en el género de la novela corta, un esfuerzo titánico para quien suele tener la frontera en los cinco folios por una cara a doble espacio.
LAS RECOMPENSAS
+ E-Book
+ Nombre del mecenas en las páginas de cortesía
+ Libro físico
+ Texto dedicado por el autor
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